El cerdo

Y ahí estaba, ya de viejo, llorando como un marrano. Llorando en toda la boca. Que no era de lobo ni de pasta.  Sino de sed del tajamar. Del río que se abre solo, allá, en la coyuntura.

Estaba llorando de viejo, cuando empiezan a doler los riñones. Tal como aquella pequeña niña había soñado cuando lo veía sacar el machete... siempre disimuladamente.

Estaba llorando porque los ángeles vengadores existen y tienen cara de noticiero de la tarde y siempre es a la misma hora. Estaba llorando porque la justicia poética existe y aquella infanta sola y desnutrida se había conseguido un hermano mayor. 

Que todo lo ve. Y lo que es peor: que todo lo dice.


Estaba llorando porque los dos suelen jugar a hacer sapitos en el agua, como si ninguna niñez hubiese sido menguada. Y lo dos reían. Y el llorando como un marrano. A moco tendido. Porque la memoria nunca es incauta. O no tanto.

Y lloriqueaba como ese cerdo que va a contracuerda sabiendo cuál será su destino.

Porque lo engordaron lento. Porque la paciencia puede. Porque ya ha visto dónde le han puesto todas las cámaras, 30 años después.





 

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